Me sequé las lágrimas antes de que nadie supiera ni preguntase qué me estaba pasando, pero seguía teniendo las entrañas bastante revoltosas, en el sentido que tenía como cólicos, pero de carácter emocional, últimamente cuando recordaba pasajes de mis vidas anteriores, eran pocas, pero siempre terminaba con dolor de tripas. Subimos al ascensor, eran rojos y había dos en cada pata, eran muy interesantes, porque uno llegaba a los pies de la calle y el otro tenías que subir una plataforma, pero en realidad era un solo ascensor, pero que tenía dos pisos, nunca lo había visto. El ascensor tenía cristalera, así que podías ver las estructuras de la Torre que por el color parecía que eso se iba a caer en cualquier momento, pero solo era el color que estaba hecho, no significaba que estaba podrido el hierro forjado.
Mientras que subíamos, me agarré fuerte a la mano de Uriel, había tana gente que decidí hablar con él susurrándole.
- ¿Quién era el joven?- le pregunté, Uriel había visto la escena al completo.
- Tú Chico de ojos verdes, Laia. – respondió con toda la sinceridad del mundo Uriel.
- ¿Fue mi marido?- pregunté sorprendida.
- Sí, pero no fue tú única vida así, ya lo has visto en anteriores veces. ¿por qué te sorprende tanto? – dijo.
- Porque ese beso… era… era…- no sabía cómo decirlo.
- ¡Entiendo! Aún te gusta. – dijo seguido de un par de carcajadas.
- ¿Cómo puedo saber si me gusta alguien?- pregunté.
- ¡Eh, echa el freno Macareno! Ya lo descubrirás cuando tengas más edad, para entenderlo…- respondió Uriel.
Había sentido ese beso, era la primera vez que me “besaban”, aunque no se le puede llamar beso, porque era solo un recuerdo, el Chico de ojos verdes, realmente no estaba delante de mí, solo recordaba una de tantas veces. Pero lo sentí igual, una conexión que me dejó literalmente con un corazón extraño pero bonito a la vez. Era como si me hubiesen derretido oro líquido en el corazón y viviera para contarlo, en vez de estremecerme para que muriera en segundos, era una sensación muy agradable y tentadora.
En cuanto llegamos al segundo mirador y me dispuse a ver las vistas hermosas de la ciudad, me quedé mirando Notredam. Esa sensación de amor pleno desapareció y volvieron los miedos, de nuevo tuve otro recuerdo.
30 de Enero de 1907…
Era de noche, salía de misa, en ese tiempo solía ir todos los días a misa. Al salir, en la esquina estaba el joven Diego esperándome, él solía entrar algunos días pero no era de bota seguir a un Dios ignorante por sus habitantes. Se acercó hacia la entrada, me ofreció la mano se la aceptó y me la beso con gusto haciendo una pequeña reverencia, se me escapó la risa, enebré y nos fuimos dando un paseo hasta la entrada de la casa de Eugine, el marqués que me había contratado para instruir a sus dos hijos de ocho y cinco años.
- He recibido carta de mí hermano Theodor. Está en Nueva York, ha encontrado a una bella mujer y va a contraer nupcias en unos meses. – le dije contenta.
- ¡Bella noticia! ¿Y de tú hermano Jasper? – preguntó el joven Diego.
- Sigue trabajando en la fábrica de deportes de mi padre, en Southampton. ¿Tienes noticias de tú familia? – le pregunté.
- El primo Henry ha sido padre de un niño, pero nada más. – Respondió también contento.
- ¿Todavía inventa artilugios? – le pregunté.
- Si, sigue con el motor para el auto, que funcione de momento sí pero ahora los caballos no servirán de mucho. – dijo Diego.
Me puse a reír, Henry Ford siempre inventaba artilugios pero siempre buscaba mejoras. Pero no se rendía el hombre.
- Aquí todavía vamos con caballos. ¿Por qué toda tú familia está en Detroit?- le pregunté.
- Mis padres murieron cuando viajaban de nuevo a Inglaterra, su barco fue arrollado por piratas, y yo navegué a la deriva en una pequeña barquita que finalmente llegó a una playa cerca de Dublín. Después fui a parar a casa de unos ricos que tenían cuatro hijos, para servirles, hasta que me escapé y terminé en la granja de tú padre. – explicó.
- Cuando llegaste a la granja tenías 11 años ¿verdad? Yo solo tenía 7 años. – le dije.
- Así es. – respondió.
Cuando llegamos al patio de la casa de Eugine, escuchamos un disparo que procedía del despacho. Entramos corriendo a la casa, pero nos llevamos la sorpresa de que Eugine se había suicidado sentado en la silla de su despacho. Se había reventado la cabeza y yo, me había quedado sin trabajo, porque la mujer no le tragaba. Ese fue el momento en que decidí volver a casa con Diego.
Mi abuela insistió en tomarnos una foto con las vistas, así que le dijo a mi mamá que nos tomara una. Mi cara de recién regresada al presente se notaba como si me hubiese arrancado un tornado invisible, pero me tomé la foto igualmente. Al bajar, nos detuvimos en una plaza dónde había una boca de metro muy bien decorada, al verla me quedé de cuadros, porque ya había estado allí en un viaje entre dimensiones.
- ¿Lo has visto, Laia? ¿Esa no es la boca de metro de hace un año que me contaste? – preguntó Uriel curioso.
No pude interpretar ninguna palabra, me quedé patidifusa observando la boca de metro. Me había pedido un bocadillo de salchichón, bueno que allí le llaman Salami. Casi no podía comérmelo de la impresión del lugar, tenía unas bóvedas muy hermosas al estilo rococó de Francia, la ciudad era muy bonita, me quedaba mirando las piedras como si fueran piezas de museo, maravillas de la mente humana de quién tuvo la idea de que las bóvedas quedarían muy bien en este lugar, y también que daba un caché importante a la ciudad.
- ¡Come, Laia que no estás comiendo nada!- decía mí abuela.
- Estoy en ello, abuela.- le respondí.
- ¡Es normal que no comas, con el bocadillo gigante que te han dado! ¿Qué era una… si eso que es tan famoso aquí… este pan que nunca me acuerdo cómo se llama…?- prosiguió sin escucharme.
- Baguette, mamá.- respondió mi padre.
- ¡Eso, baguette! ¡Le han dado medio! ¡Es demasiado!- insistía ella, ignorándome.
- Mamá, ¡déjala que coma lo que necesite!- le decía mi padre.
Estos piques con mi abuela cuando nos íbamos de restaurant eran muy comunes, tanto que al insistir tanto, finalmente acababa ganando mi abuela y dejaba de comer, me agobiaba mucho, la amo y todo lo que quieran, pero… tenía esa manía. Ella al haber vivido la postguerra, le quedó un trauma y perdió todas las proporciones de las comidas y cenas, en su casa nunca faltaba un plato en la mesa, pero realmente, se notaban los traumas ocultos de que se había pasado varios días comiendo un mendrugo de pan, cuando tan solo tenía 13 añitos, y además lo tenía que compartir con sus dos hermanos.
En el momento en que salimos del bar, no pude negarme tomarme una foto en esa boca de metro. Les recuerdo que esa era mi primera vez en París, pero un año antes, estuve en esa plaza, saliendo de esa misma boca de metro, haciendo algo importante con el Chico de Ojos Verdes, desde 5D.
Después llegamos a la famosa Catedral de Notre Dame, estar allí delante, era como volver atrás en el tiempo, sentimientos bonitos y no tan bonitos regresaron a mí bello corazón. Pero lo que me llamaba aún más la atención, eran las gárgolas, ahora se van a reír, pero yo de pequeña adoraba la película de Disney el jorobado de Notre Dame mi personaje favorita era Esmeralda (un nombre precioso pero ya no es común, qué lástima). Pero las gárgolas mientras que a muchos les daban miedo, a mi me fascinaban, me fijé en una que por un momento pensé que se había movido, pero pensé que solo podía ser en las películas.
- Si te saludan, no las ignores, mi amor – dijo Gabriel, que apreció volando, aterrizó junto a nosotros y se quedó para acompañarnos.
- ¿Es posible?- pregunté arqueando una ceja.
- Recuerda que para el universo NADA es imposible. – terminó haciendo un guiño con el ojo derecho.
- ¿Qué haces aquí Gabriel?- le preguntó Uriel extrañado.
- Quiero acompañarla a dentro.- Gabriel me agarró de la mano y la agarró fuerte como solía hacer para mostrar seguridad.
- No sé si es buena idea.- dijo Uriel preocupado.
- ¡Sí que lo es, Uriel! – le gritó.
- ¡No lo creo, Gabriel!- le gritó también.
- ¡Tengo el mismo derecho que tú!- le dijo Gabriel, su mirada se fue oscureciendo.
- ¡No es verdad y lo sabes!- le respondió Uriel, arrugó la frente, me agarró de la otra mano y tiró hacia él para intentar soltarme de Gabriel.
- ¡Ay!- susurré.
- ¿Quién cuidará del cielo? – preguntó Uriel desafiándole con la mirada.
- ¡Tú mismo!- respondió Gabriel, que dio un estirón y no pude evitar balancearme hacia él.
- ¡Ay!- volví a susurrar.
- ¡No, yo soy su guardián! – gritó Uriel.
- ¡Y yo soy su…!- le interrumpió Uriel carraspeando, mientras que le mandaba una señal con la mirada hacia a mí.
Se quedaron mirándose un rato, no sabía cuanto tiempo porque mi familia estaba allí tomándose fotos y haciendo la fila para entrar en uno de los laterales. Nunca me ha gustado jugar a arrancar cebollas, era un juego que solíamos jugar en el patio de colegio, pero era la primera vez que estos dos angelitos divinos, lo hacían conmigo.
- ¡Qué lo decida ella! – dijo Gabriel.
- ¡Muy bien! – respondió molesto Uriel.
Se me quedaron mirando, me iban a preguntarlo, pero antes de que hicieran nada, tiré con fuerza de mis manos y me deshice de ellos dos. Me tragué las lágrimas, ellos lo vieron y se agacharon de inmediato, pero me fui caminando para darle la mano a mi padre.
- ¡No!- susurré, para pararle a los angelitos que venían hacia a mí.
Ellos se detuvieron, mirándome algo avergonzados por la situación y sorprendidos por mi respuesta. Entré con mi padre, les miré fijamente enojada y cuando veía que se acercaban, les decía que no con la mano y que se iban a mantener en la puerta, no tuvieron más remedio que hacerme caso.
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