El silencio dio paso a que yo tenía razón con lo que le comenté, la Montse no tenía palabras.
- ¿Dónde has aprendido eso?- preguntó.
- Una vez escuché a un viejo amigo que decía <Para vivir bien solo se necesita dos cosas, hacerse preguntas e intentar responderlas buscándolas sin ayuda de nadie>. Es decir, si haces las preguntas correctas, obtendrás las respuestas acertadas.- le expliqué.
- Supongo que era muy sabio tu amigo.- comentó la psicóloga.
- Depende de lo que usted entienda por sabio.- le dije.
- ¿Qué quieres decir?- preguntó frunciendo el ceño.
- ¿Qué es para usted un sabio?- le pregunté.
- Una persona que ha estudiado mucho y sabe de todo.- respondió.
- ¿Ve? No tenemos el mismo concepto usted y yo.- comenté.
- ¿No?- dijo.
- No. Para mí un sabio no tiene que estudiar, solo debe ser él mismo y compartir su sabiduría. La sabiduría no se aprende de los libros, no es lo mismo saber cuánto son 2 + 2, que comprender porque las matemáticas nos explican tantas cosas. Un sabio lo es, cuando comparte los propios aprendizajes que ha tenido, sea en la edad que sea, simplemente aporta su granito de arena al mundo para mejorarlo.- le expliqué.
Cuando me dieron el alta, mis padres dejaron de estar tan preocupados, porque la Montse no pudo dar un diagnóstico de que me pasara algo en el cerebro, más bien, les dijo a mis padres “vuestra hija es una persona muy inteligente y será brillante, lo veo”. Me salvé por los pelos… yo también estaba cagada, no quería manchar mi expediente con algo que sabía que no era verdad en mí, mi cabeza está en perfecto uso de mis facultades mentales. Pero a pesar de esas pruebas, no me pudieron quitar ese diagnóstico que me hicieron a los seis años, lo importante es que mi expediente o historial médico no está ese diagnóstico, pero el de la Montse si. Solo se encontraba en el expediente académico y parecía que las tutoras le daban demasiada importancia.
Lo que más me preocupaba no era ir a San Tomás sino quedarme encerrada de nuevo en un psiquiátrico, recordaba que me había pasado en la vida anterior a esta, concretamente el año 1876 mi padre de esa vida en Southampton, me encerró en un manicomio porque no me quería casar como las demás mujeres de mi edad (en ese tiempo tenía 14 años).
Llegó diciembre, el frío agarraba bien fuerte las noches y las nevadas se dejaban ver escasas pero divertidas. Durante las fiestas de la inmaculada concepción, recuerdo que no me sentía nada bien, hacía como un día que me dolía la tripa mucho y que casi no podía comer, además que tenía diarreas muy fuertes y nada me entraba. Recuerdo que durante la comida de ese día, mis padres habían comprado las famosas conchas gigantes con salsa de marisco dentro, no me pude comer la mía y me fui al sofá, de fondo en TV3 hacían Harry Potter y la piedra Filosofal pero apenas tenía fuerzas para mantener los ojos abiertos y me quedé a hacer la siesta en el sofá.
Durante la tarde noche de ese día, mis padres ya muy preocupados por lo que me pasaba, porque además tenía mucha fiebre, me llevaron a urgencias en el Hospital General de Vic. Recuerdo que no tuve que esperar mucho, aunque había una larga fila, pero mis síntomas eran tan preocupantes que a los médicos de urgencias dejaron de atender a los demás y se fijaron en mí. A pesar de ser fin de semana, los médicos de guardia acudieron muy rápido a intentar reparar mis síntomas, pero al final me tuve que quedar ingresada para hacerme más pruebas.
De la consulta de urgencias, me pasaron a un box, allí me pusieron la bata (que manía con tener que ir con el culo al aire y qué incómodo era), allí me pusieron una vía de suero y empezaron a alimentarme por ahí y a ponerme medicación para bajar la fiebre. Ingresé un 9 de Diciembre, quiero que quede claro porque las fechas en esta ocasión son muy importantes. Pasé la noche ahí, pero al despertar me cambiaron de box, los síntomas no mejoraban, me hicieron análisis de sangre, tóxicos e incluso de orina y de mierda. Solo en los de mierda salió una infección que no supieron determinar bien si era salmonelosis o tifus.
Recuerdo que una de las doctoras que estaban de guardia, se parecía mucho a una actriz que salía en la serie que emitían por la televisión en aquel tiempo que se llamaba doctoras de philadelphia, había una que llevaba el pelo castaño cortado a un dedo de los hombros todo liso, era una réplica a la actriz. A veces pienso que ya deliraba por la fiebre que tampoco me bajaba, al igual que los dolores de la parte baja de la barriga, y no había manera de que la diarrea terminara, seguía in crescendo. Todas las pruebas no daban nada claro, en alguna ocasión dijeron que quizás tenía algo tan grave y contagioso que quizás no superaría (eso lo escuché cuando susurraban en la puerta, esa fue la primera vez que supe que quizás iba a morir).
Las posibilidades de morir también crecían como olas gigantes en el mar. Pasé la segunda noche ingresada en un box, sin poder comer ni beber nada, me tenían así a pesar de tener hambre y sed a todas horas, porque no sabían si al final me iban a abrir a ver qué pasaba. Me desperté de madrugada porqué en el box apareció Azrael el arcángel de la muerte, cuando te viene a visitar son malas noticias, porque significa que vas a morir si la situación no cambia.
Tenía dudas, pero no me atreví a decir nada, solo le miré a los ojos y él se acercó, se sentó a un lado de la cama y con la mano derecha me acarició la frente. Entonces le di la mano y él la agarró fuerte y simplemente lloré, mi madre estaba en la habitación dormida en un sillón, no se enteró de nada, pero lloré porque sabía que iba a morir y que solo me quedaban 24h de vida.
La pregunta que se te plantea cuando vas a morir es “¿qué harías si supieras que al final del día vas a morir?”. Mi destino era estar en esa cama de hospital y esperar ese destino, los médicos seguían sin adivinar qué pasaba, y ese día empecé a dormir todo el día, no podía mantener los ojos abiertos mucho tiempo, me pesaban mucho y eso no les gustó nada.
- ¡Vamos a controlarle las pulsaciones!- dijo una de las médicas.
Estaba inconsciente pero lo escuchaba todo, me pusieron un aparato en el dedo y empecé a escuchar el latido del corazón que iba bastante rápido, pero había un pitido que me asustaba.
- Está perdiendo presión arterial.- dijo la enfermera.
- ¡Mierda! Tiene una hemorragia pero no sé en qué lugar.- dijo la médica.
La familia estaba en el pasillo, abrí un ojo y vi que había muchos médicos y enfermeros.
- Esto se nos está yendo de las manos,… tenemos que salvarla.- dijo la médica.
Veinte minutos más tarde, pude volver a despertarme, me pusieron un medicamento expresamente para coagular la sangre para que no perdiera por la hemorragia que tenía, y llegaron de nuevo a la habitación, fue en ese momento cuando los médicos decidieron trasladarme a Barcelona en ambulancia de carácter urgente.
Fue irónico pero el traslado a Barcelona en ambulancia me recordaba tal y como vine a este mundo. Nací en el mismo hospital en el que me estaban intentando averiguar qué me pasaba, pero me tuve que ir en ambulancia para Barcelona porque cuando nací me ahogaba y no sabían porqué, hasta que en Barcelona supieron que me faltaba el paladar. A pesar que habían pasado once años y nueve meses, volví a ir en Ambulancia dirección a un hospital de Barcelona, esta vez sería el Valle de Hebrón.
Decidí ir sentada en la ambulancia en los asientos con ventanas, si era mí última noche con vida, quería vivirlo al máximo, le pedí si podían encender la sirena y lo hacían, ¡qué divertido! Mi madre me acompañó y estaba aún más cagada que yo, me puse triste al saber el gran dolor que le causaría saber que yo moriría esa noche, y eso me reventó el corazón. Si se hubiese quedado embarazada a finales de Julio, quizás el dolor no sería para tanto, pero esa prueba de embarazo durante la Mercè decía que yo iba a ser la única hija de esa familia. La hermana que tenía que venir en ese año, decidió mejor no venir, mi madre solo se hizo la prueba de embarazo porque tenía una falta y pensó que se había quedado, pero lo cierto es que ya había tenido el aborto natural un día antes de la prueba, aunque todavía no le había “venido” poco tiempo después de esa prueba le vino y pensó que era la menstruación normal, y un aborto natural de pocas semanas, se confunde mucho con la menstruación.
Cuando estaba esperando en esa sala, se me vinieron tantas cosas a la cabeza, recuerdos de momentos felices, pero no podía sacarme de encima el sufrimiento que tendrían mis padres, si al final de la operación algo se tuerza y no vuelvo a la vida. No tenía miedo a morir, ya lo había hecho en otras vidas, y morir no es doloroso, pero me dolió pensar las lágrimas y lo rotos que estarían los corazones de mi familia. A pesar de todo, quería aferrarme a ese tanto por ciento tan pequeño de que todo saldría bien. Lo último que se pierde en esta vida es la esperanza, y yo quería seguir viviendo, pero ¿y si mi contrato de encarnación dice hasta esta fecha? El 11 de diciembre del 2004, con once años.
Quince minutos antes de que me vinieran a buscar, se escucharon del pasillo lágrimas, una madre gritaba de dolor desgarrada, porque su hijo de ocho años no había superado la operación de apendicitis con peritonitis. Ese grito se me quedó grabado en la retina, se me puso la piel de gallina, miré a mis padres, quizás era la última vez que los veía.
- Mamá, papá… ¡quiero un abrazo!- les dije.
Se levantaron de las sillas de madera super incómodas dónde estaban y me dieron un abrazo fuerte. Por si acaso, mamá intentaba no llorar, le di un beso en la mejilla.
- Volveré…- le susurré.
Nos interrumpió una enfermera que venía con una camilla para llevarme a la zona de quirófanos. Me levanté de la silla de ruedas, me pasaron el gotero a la camilla y me tumbé boca arriba. Miré el reloj, eran las 11 y 11 minutos cuando me llevaban a quirófano, el día 11 de diciembre del 2004, a las 11 y 11 minutos de la noche, con 11 años me dirigía en la camilla hacía quirófano. Esta sincronización sentí en el corazón que el universo me estaba esperando, algo iba a pasar, algo que iba a cambiar mi vida para siempre…
Lo primero que me llamó la atención fue el quirófano, las paredes eran naranjas y los pijamas de los enfermeros también. ¿Pero no se suponía que son o azules o verdes? La sala estaba llena de enfermeros muy jóvenes, la mayoría residentes, pero todos excepto uno me estaban dando la espalda, estaba sentada en la camilla todavía despierta, esperando a la doctora Zaragoza. El enfermero que llevaba gafas azules y no era muy alto, tan solo como 1,71m dio un paso hacia a mí y con el dedo levantado de la mano derecha, y con la cara descubierta, me sonrió.
- ¿Estás bien, Laia?- preguntó.
- Algo nerviosa.- dije.
- No te preocupes, la doctora Zaragoza es muy buena doctora.- dijo.
- Eso espero.- dije sin poder evitar aguantarme la risa.
Una de las enfermeras que estaba a mi izquierda se acercó a la camilla, me puso la mano en la frente.
- ¿Decías algo, bonita?- dijo.
- Nada. Aquí tú compañero, que ha dicho que la doctora Zaragoza es muy buena doctora.- le dije.
Ella miró hacia su izquierda pero yo al mirar otra vez, todos estaban de espaldas. Cuando se giraron para verme, ninguno llevaba gafas y ninguno iba con el gorrito de colores. ¿Dónde había ido ese?
- ¿Y el chico de las gafas azules?- dije.
- ¿Qué? No tenemos ningún compañero así.- dijo la enfermera.
- ¿Cómo qué no? Si acaba de decirme esto… estaba aquí hace un segundo…- dije.
- No, no hay nadie así.- dijo la enfermera.
¿A quién había visto? Con el tiempo supe que ese chico de gafas azules era en realidad el Maestro Orange, no le había reconocido, nadie excepto yo le podía ver.
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